Salía de la iglesia de la avenida de Los Castillos, a donde tras dudar había entrado a echar un vistazo por curiosidad, nunca la había visto, cuando en la puerta me cruzo con un hombre y una mujer, y oigo a ella que le dice a él (algo así): "vamos a entrar y podíamos pedir [a Dios, creo que dijo, aunque tal vez a algún santo de su devoción] un milagro a ver si quita la pandemia". La respuesta de él: "yo mejor pediría que quitara el gobierno". Ya no oí más. Y me quedé pensando. Este buen señor debe de desconocer que al gobierno, al presidente, lo cambian (cambiamos) los españoles —aunque no directamente sino por medio de la mayoría en el Congreso, pero eso es otra cuestión— o bien piensa que su dios debe intervenir en el cambio del gobierno, algo así como un golpe de estado a lo divino. Pues ya saben: si se produjera uno de los dos acontecimientos, incluso los dos, y esta mujer y este hombre estuvieran en lo cierto, sería debido a intervención divina. En el primer caso porque Dios habría soplado sobre los viruses para expulsarlos del planeta, que será, digo yo, la manera que el Supremo (quiero decir el llamado Ser Supremo, no el Tribunal Supremo) tenga de acabar con una pandemia. Aunque esperemos que si esto ocurre lo haga con un viento lo suficientemente fuerte para conseguir el fin que se persigue, pero no tanto como para desencadenar un huracán a nivel mundial. Aunque, ¡¿qué digo?!, pero si le bastaría con darle al virus un capirotazo... Por cierto, ¿y por qué no lo hace? podría preguntar alguien cándidamente. "¡Ah, ingenuo!", algún santo varón o alguna santa varona —seamos inclusivos— le contestaría, "¿pero es que no sabes eso de que Él escribe derecho, siempre, por definición, nunca se equivoca, pero lo hace a veces —bueno, vale, muchísimas veces— con renglones torcidos?" Y en el segundo caso, es decir que los deseos de nuestro hombre se cumplieran, moviendo Dios la mano de los votantes españoles en un sentido determinado, comme il faut.
18/10/20
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