Voy en el metro, vestido de soldado, probablemente de Cuatro Caminos a Atocha, y al parar en una estación intermedia veo entrar a Merceditas, compañera de la que estuve enamoriscado sin que ella, que bebía los vientos por Alain Delon, me hiciera el más mínimo caso, cuando trabajé —con 15, 16 años— en una zapatería de la calle Hortaleza. Empujada por quienes entran detrás se viene de frente hacia mí, que voy apoyado con la espalda en la puerta opuesta, y pega su boca a la mía. En un momento se separa y susurra: "Siempre me gustaste, idiota". La puerta en la que me apoyo se abre y caemos los dos, abrazados, a la vía. No nos pasa nada porque en ese momento... me despierto. Si no me llego a despertar podría haber pasado un tren en sentido contrario y... pabernos matao.
El sueño tiene una base real. Hasta llegar a "pega su boca a la mía", que ya es puro sueño, son hechos. Lo que ocurrió tras entrar ella en el vagón, quedándose de frente y cerca de mí, es que nos reconocimos —estoy seguro de que ella me reconoció—, pero ni ella dijo nada ni yo, bobo o tímido, tampoco.
El sueño tiene una base real. Hasta llegar a "pega su boca a la mía", que ya es puro sueño, son hechos. Lo que ocurrió tras entrar ella en el vagón, quedándose de frente y cerca de mí, es que nos reconocimos —estoy seguro de que ella me reconoció—, pero ni ella dijo nada ni yo, bobo o tímido, tampoco.
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