Han echado estos días por la televisión (no hace falta averiguar por qué emisora: ¿no son todas la misma?) imágenes de la entrada de un joven a la comisaría —cuartelillo o juzgado, no me he enterado muy bien—, acusado de la muerte de una niñita. A la puerta, un grupo de iracundos vecinos increpando al detenido y pidiendo su cabeza. Los más moderados, "el cumplimiento íntegro de las penas": hay que ver lo que les enseña la tele.
(Me pregunto cómo se comunican entre los elementos de se- mejante tropa. Probablemente con mensajitos de portátil).
La escena no es nueva y se viene produciendo ya desde hace algunos años con cualquier detenido al que tal tribunal considere culpable, tribunal constituido a golpe de lo que la policía y su mejor correveidile y portavoz —la prensa, y no digamos las televisiones, encargada de difundir los comunicados y filtraciones de aquella— y los prohombres —y promujeres, ¡cómo no!— del poder llaman "alarma social", un concepto tan exitoso como guarro.
En el caso concreto al que aludo, el acusado, por lo visto, ha quedado en libertad sin cargos. Pero esto es indiferente para las bascas que me produce siempre ver a estos grupos gritones de 'buena gente', cualquiera que sea o resulte ser la calidad o culpabilidad o no del acusado.
Y es que, por si no tuviéramos suficiente con policías y jueces, salen estos justicieros, amparados por los medios de comunicación (tampoco hace falta aclarar, porque todos son el mismo), a impartir justicia antes del juicio, y aun después en tertulias de opinantes sobre las sentencias judiciales, bajo el dogma de la libertad de expresión. O en plena calle, en la que está de moda que el periodista, micrófono en mano, se lo incruste —casi literalmente— en la boca a quien se le tercie, y saquen en el telediario cualquier parida que el hombre de la calle haya podido soltar.
Otra muestra más de cómo los medios son transmisores de las ideas del poder. ¡Qué asco de vocingleros!
(Me pregunto cómo se comunican entre los elementos de se- mejante tropa. Probablemente con mensajitos de portátil).
La escena no es nueva y se viene produciendo ya desde hace algunos años con cualquier detenido al que tal tribunal considere culpable, tribunal constituido a golpe de lo que la policía y su mejor correveidile y portavoz —la prensa, y no digamos las televisiones, encargada de difundir los comunicados y filtraciones de aquella— y los prohombres —y promujeres, ¡cómo no!— del poder llaman "alarma social", un concepto tan exitoso como guarro.
En el caso concreto al que aludo, el acusado, por lo visto, ha quedado en libertad sin cargos. Pero esto es indiferente para las bascas que me produce siempre ver a estos grupos gritones de 'buena gente', cualquiera que sea o resulte ser la calidad o culpabilidad o no del acusado.
Y es que, por si no tuviéramos suficiente con policías y jueces, salen estos justicieros, amparados por los medios de comunicación (tampoco hace falta aclarar, porque todos son el mismo), a impartir justicia antes del juicio, y aun después en tertulias de opinantes sobre las sentencias judiciales, bajo el dogma de la libertad de expresión. O en plena calle, en la que está de moda que el periodista, micrófono en mano, se lo incruste —casi literalmente— en la boca a quien se le tercie, y saquen en el telediario cualquier parida que el hombre de la calle haya podido soltar.
Otra muestra más de cómo los medios son transmisores de las ideas del poder. ¡Qué asco de vocingleros!
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