Pues me alegro. No, evidentemente,
por las amenazas de los fanáticos, pero sí por las consecuencias: ahí es nada, los esforzados (y, dicho sea de paso, asustadizos) señoritos de la ruta, prepotentes machacadores de pueblos y desiertos, mercachifles del motor se quedan sin la estúpida carrera, sin la imbécil competición. ¡Qué gozada!
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